Si al cristiano de Roma se le hubiera dado esta noticia, que su salvación era inminente, él la habría creído y se habría alegrado inmensamente. Pero esto no es Roma y Cristo lleva dos mil años crucificado: mucho tiempo; tiempo bastante para olvidar, para dar paso a la incredulidad. Hoy en día, quizás hasta una iglesia o un sacerdote podrían escupirle al propio Jesucristo si viniera a convocarlos.
Lo que oyes aquí es objetiva y literalmente cierto. La salvación anhelada durante estos últimos dos mil años está aquí.
No ha venido con el clarín de las trompetas ni con el destello y el resplandor de las llamas. Ha llegado quedamente, y tú no estás seguro en absoluto de que debas creerlo.
Y la salvación en sí no se logra con un dramatismo repentino, ni caminando sobre una resplandeciente nube; se logra quedamente, en una silla, como parte de un grupo de gente como tú mismo.
Y no tienes que ir al cielo ni al infierno si no quieres. Puedes ser enteramente libre para ir a donde quieras. Y puedes ser inmortal y aun así tener tu cuerpo, tu familia, tus amigos.